Un nuevo concepto que se pone de moda. Posverdad, la palabra del año, a caballo de las prácticas electorales desarrolladas por el recién elegido nuevo presidente estadounidense, Donald Trump a lo largo de la campaña electoral. El tremendo efecto que causan las mentiras en los ciudadanos, en los electores, mucho más allá de la denuncia de estas prácticas. Y el gran beneficio que se consigue con esas prácticas. La desinformación al poder.

La táctica consiste en difundir una serie de rumores, plenos de inexactitudes, cuando no directamente falsedades, en torno a los competidores. Gracias al apoyo de miles de seguidores en las redes sociales, o directamente de bots, la falacia se difunde de manera espectacular y muy rápidamente. Esta actividad genera un gran engagement muy rápidamente, con la consecuente redifusión que, en muchas ocasiones, readapta el mensaje original, vía meme’s, por ejemplo, aportando nuevas creatividades, plagadas también de inexactitudes, pero muy graciosas. La mentira se reproduce de manera viral alcanzando altísimas proporciones de difusión y contagiando amplias capas de la población. Muchos receptores, impactados a través de las emociones y los sentimientos que les despiertan, no reflexionan sobre la veracidad o no de esa información.

Tradicionalmente la comunicación entre emisor y receptor ha ‘corrido’ a través de los medios: los periódicos y los medios audiovisuales. La observancia de una correcta práctica periodística, en busca de la verdad, del contraste de fuente y de la confirmación de datos, a menudo impide que estas artimañas perversas consignan su objetivo. Sin embargo, en ocasiones, algunos medios de comunicación devienen actores en la retransmisión de esas falacias debido al debilitamiento de la obligación de contrastación de los hechos que relatan. El alto componente de rating que aportan muchas de esas mentiras, cargadas de elementos espectaculares, incitan a los profesionales de la comunicación a utilizarlas con una clara apuesta por el infotaintment.

Pero con el desarrollo de las TIC, el advenimiento de los nuevos medios y la popularización de las redes sociales, elementos todos ellos propios de este inicio del siglo XXI, los emisores ya no precisan de intermediarios para impactar en los receptores. La información se transmite sin los necesarios “controles de calidad” que aporta el profesional de la materia.

Este tipo de actividades entran de lleno en el campo de la desinformación. Una buena definición de ese concepto la aportan Shultz y Godson: “Información deliberadamente falsa, incompleta o errónea, diseñada para engañar y desorientar… para manipular personas o grupos predeterminados y crean la falsa información” [1].

Cuando la parte afectada, obligada a reaccionar, intenta establecer la verdad de los hechos, esta comunicación reactiva se difunde de manera mucho más lenta y con menor viralidad, de tal manera que una gran parte de las personas impactadas inicialmente se quedan exclusivamente con la versión primigenia, la incorrecta.

En consecuencia, si la ética es escasa, o brilla por su ausencia, esta práctica comunicacional basada en la mentira proporciona extraordinarios réditos. En el ámbito electoral, la velocidad a la que se desarrollan las campañas y, en ocasiones la brevedad de estas, impide que los electores lleguen a ser conocedores de este tipo d engaños. Su decisión de voto acaba siendo influida por un sinfín de mentiras sin que la posterior verdad llegue a impactarles. Por tanto, sale a cuenta mentir y no se paga el castigo que ello implica. Toda una tentación para muchos spin doctors, asesores y estrategas políticos que, en pos del fin último, apuestan por estas prácticas. Lo que importa es conseguir ganar. No importa cómo.

Frente a estas estrategias espurias la manera más adecuada para enfrentarlas, a mi modo de ver, es la capacitación mediática y alfabetización comunicacional de los ciudadanos de tal manera que puedan detectarlas, neutralizarlas y rechazarlas.

Doctor Joaquim Marquès

Twitter: @Quim_Marques

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